Por Guido Carelli Lynch, Revista Ñ, 01/11/2013.
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Paolo Fabbri. El reconocido semiólogo dice que en la cultura italiana “La dolce vita” ocupa el mismo lugar que las obras de Miguel Angel o Da Vinci.
“Yo diría que Federico Fellini no es el cineasta más grande de Italia”. La apreciación, tan subjetiva como arbitraria, podría pasar desapercibida en boca de cualquier otro. Pero el que toma partido es ni más ni menos que el presidente de la Fundación Federico Fellini, Paolo Fabbri. Este semiólogo, autor de media docena de libros y discípulo de Umberto Eco, elige a Roberto Rossellini. “Pero Fellini es más original, es más radical y es el más conocido. Además, es el primero que se representó como artista, algo que no hizo Rossellini, que es una figura decisiva, pero hizo películas feas. Fellini, nunca: es muy grande.
La Dolce Vita es una de las voces más frecuentes de la cultura italiana después de Miguel Angel y Leonardo”, corrige y matiza minutos después de su conferencia a propósito del cincuenta aniversario de 8½, en el Instituto Italiano de Cultura de Buenos Aires.
Fabbri, nacido en Rímini como el director, recrea el juego que Fellini siempre esquivó: contesta preguntas e interpreta sus motivaciones sin prestar atención a las declaraciones casi mentirosas del cineasta. No le falta material donde indagar: en la fundación que ayudó a crear la hermana de Fellini descansa la biblioteca personal del director, incluida una sección de esoterismo, en la que sobresalen varios títulos de Carlos Castaneda. Fabbri, que editó la versión online y el e-book de El libro de los sueños, que recopila los dibujos del realizador, cree que ahí están casi todas las respuestas. “Es muy difícil reconstruir las motivaciones de un autor. Pero en el caso de Fellini, además de la observación extrema de sus películas, tenemos una fuente extraordinaria –el intertexto– que son sus sueños. Es el único caso: no hay nadie más en el cine que haya transcrito durante años y años todos sus sueños. El soñaba, después preparaba el guión y la escenografía para hacer las películas. Los dibujos son una fuente privilegiada, no de las intenciones explícitas, sino de sus intenciones profundas”, se entusiasma Fabbri. Buzzati, Borges, Kafka o Mastroianni eran algunos de los protagonistas de esas visiones.
–Algunas de sus películas, como 8½, tienen una estructura onírica.
–Le gustaban todos los autores que trataban sobre los sueños: Bergman, Buñuel, Kurosawa. Y tenía una predilección por la gente que usaba los sueños, también en la literatura. Quería introducir el sueño en la vigilia, no poner la vida en el sueño sino el sueño en la vida. Para él el sueño era una previsión del futuro, no una reconstrucción del pasado. Mientras la mayoría de nosotros pensamos el sueño como una reconstrucción infantil, para él siempre fueron episodios creativos. Era un concepto muy cercano a las ideas de Carl Jung, a quien conoció, y le ofrecía una posibilidad mayor desde el punto de vista del imaginario, más que Freud.
–¿Por qué si tenía semejante fascinación y facilidad para dibujar nunca se volcó a los dibujos animados?
–No tuvo proyectos de animación, pero hasta el final de su vida fue un apasionado de los dibujos animados. Y en particular, una de las cosas que más le interesaba era lo que hacía Moebius, a quien le reconocía una capacidad imaginativa superior. Incluso le escribió un prefacio, mantenían una relación. Era un gran admirador de las historietas y se formó como dibujante de caricaturas. Muchas veces dijo: “soy un dibujante que hace cine”.
–¿Cómo era su relación con la Iglesia, a la que retrata en varias películas?
–Como todos los artistas, Fellini tenía una actitud ambigua. Por ejemplo, presentó algunas de sus películas al arzobispo de Génova, Giuseppe Siri, que era un cardenal muy reaccionario. Quería la aprobación de la Iglesia, pero no la ideológica. Quería que todos vieran sus películas, católicos incluidos y estaba muy enojado porque La Dolce Vita había sido rechazada. Ese es el aspecto de artista que quiere vender. Por otra parte, tenía una cultura católica –como todos los italianos– y quería reconciliarse con ella. Y para un italiano reconciliarse con una cultura católica significa reconciliarse con la Iglesia. La ambigüedad sexual de la Iglesia, por otra parte, le resulta muy interesante.
–En 8½ se retrata esas contradicciones: ¿hay una ideología politica?
–No hay ninguna crítica ideológica. Hay un cara a cara con su relación con la cultura católica, con la formación católica, pero es ante todo una película profundamente autobiográfica. Y desde ese punto de vista es un filme que queda fuera de cierta historicidad de las situaciones italianas. Por eso todavía hoy parece actual.
–¿La idea de Fellini como un gran mentiroso se relaciona con sus intervenciones públicas?
–Sí, pero tiene que ver con que improvisaba mucho. Le daba un papel a una actriz y después se lo quitaba (por cierto, muchos actores lo odiaban). Esas mentiras tenían como objetivo mantener la libertad para hacer lo que quería. No eran mentiras, sino simplemente un modo de tener las manos libres.
–Pero a veces él mismo se las ataba, sin revisar lo que grababa, destruyendo guiones y desarmando escenografías millonarias. ¿Por qué?
–Se obligaba a no permanecer en la ambigüedad, en la incertidumbre, a no volver atrás. Se restringía. Por eso todas las mañanas tiraba el I–Ching. Y después decía: “Tiene que ser así”. Pero también sus sueños son así. No trata de comprender cómo es su pasado, trata de entender cómo puede representarlo. Y eso, en mi opinión, es más interesante y original.
–En La Ricotta, de Pasolini, Orson Welles explica el cine de Fellini con el famoso: “Egli danza” (El baila). ¿Cómo era la relación entre ambos?
–La relación entre Fellini y Pasolini fue curiosa. Eran grandes amigos y colaboradores hasta que Fellini no quiso financiarlo. Entonces se odiaron durante años, pero nunca dejaron de mirarse.